terça-feira, 17 de outubro de 2017

¿Un poco de literatura? hoy, Azorín

¿Un poco de literatura? hoy, Azorín.


AZORÍN

Alicante, 1873 - Madrid, 1967

Ensayista, novelista, autor de teatro y crítico, José Martínez Ruiz, nació en Alicante, España. Trabajó activamente en política al principio de su carrera, que fueron años marcados por una sensibilidad de carácter anarquista y sus primeros títulos respondían a esa ideología: Notas sociales (1896), Pecuchet demagogo (1898).
Fue uno de los escritores que a inicios del siglo XX luchó por el renacimiento de la literatura española, y fue el propio José Martínez Ruiz – más conocido como Azorín– quien bautizó al grupo con el nombre de “Generación del 98”, que es como se lo conoce en la actualidad.
Durante esos primeros años viajó intensamente por la meseta castellana, para conocer su paisaje y también la situación social de sus gentes, que era de extrema miseria. Compartió con Pío Baroja una viva admiración por Nietzsche, así como por otras doctrinas de carácter revolucionario. El tema que domina sus escritos de la época es la eternidad y la continuidad, y su símbolo, las costumbres ancestrales de los campesinos. Tuvo el reconocimiento de la crítica por sus ensayos, entre los que se destacan “El alma castellana” (1900), “Los pueblos” (1904) y “Castilla” (1912).
Pero se conoce mejor a Azorín sobre todo por sus novelas autobiográficas “La Voluntad” (1902), “Antonio Azorín” (1903) y “Las confesiones de un pequeño filósofo” (1904).
Azorín llevó un estilo nuevo y vigoroso a la prosa española. Su obra se destaca por la sagaz crítica literaria de sus textos “Los valores literários” (1913) y “Al margen de los clásicos” (1915). Máximo representante de la “Generación del 98”, movimiento literario que él definió, conceptualizó y defendió. 

Veamos algunos trechos de sus obras:
Fragmento del cuento “El abuelo”

La família habla del abuelo Juan.
- ¿Papá? – pregunta uno de los niños – ¿Dices que él estuvo en Londres?
- Sí – contesta  el padre – Tú eras muy pequeñito y Clara María no había nacido aún.
- Pero yo, le he oído contar a mamá muchas cosas de él – dice Clara María.
- Era un viejecito todo afeitado, pulcro, sencillo – dice el padre. – No tenía más amor que la limpeza los libros.
- Y le gustaban los árboles. ¿Tú te acuerdas del huerto que había en la casa?
- Yo no me acuerdo – dice Clara María.
- Detrás de la casa había un huerto muy grande. Siempre se llevaba un libro y se ponía a leer debajo de un árbol. Había en el huerto muchas higueras, muchos rosales, muchos laureles.
- Y un ciprés – dice Pedro Antonio.
- Es verdade; un ciprés muy alto, rígido, negro. El abuelo Juan queria mucho a este ciprés; él decía que era como el símbolo del tempo, de la eternidad, y que mientras todo cambiaba y todos los árboles se deshojaban a su alrededor, él solo permanecia siempre igual, rígido, inmóvil.
- ¿Y había muchas rosas? – observa Clara María.
- Muchas, rosas rojas, amarillas, blancas.

José Martínez Ruiz

Fragmento de Castilla

"No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla. Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas; de estos barrancales pedregosos; de estos terrazgos rojizos, en que los aluviones torrenciales han abierto hondas mellas; mansos alcores y terreros, desde donde se divisa un caminito que va en zigzag hasta un riachuelo. Las auras marinas no llegan hasta esos poblados pardos de casuchas deleznables, que tienen un bosquecillo de chopos junto al ejido. Desde la ventana de este sobrado, en lo alto de la casa, no se ve la extensión azul y vagarosa; se columbra allá en una colina con los cipreses rígidos, negros, a los lados, que destacan sobre el cielo límpido. A esta olmeda que se abre a la salida de la vieja ciudad no llega el rumor rítmico y ronco del oleaje; llega en el silencio de la mañana, en la paz azul del mediodía, el cacareo metálico, largo, de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería. Estos labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar; ven la llanada de las mieses, miran sin verla la largura monótona de los surcos en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas, sarmentosas, no encienden cuando llega el crepúsculo una luz ante la imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas; van por las callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días borrascosos y piden, juntando sus manos, no que se aplaquen las olas, sino que las nubes no despidan granizos asoladores.”

Javier Villanueva. São Paulo, agosto de 2011

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